Reseña | Cine | The Sea


Un mar que respira del otro lado del miedo

Por Agustina Noriega

“The Sea” es el último trabajo —escrito y dirigido— del cineasta israelí Shai
Carmeli-Pollak: una obra profundamente humana, de una sensibilidad
contundente, casi hiriente, que combina realismo social con una poética visual
conmovedora. Filmada en hebreo y árabe y realizada antes del ataque de
Israel a Palestina, la película adquiere hoy un peso emocional que desborda la
pantalla: cada gesto, cada mirada, cada silencio parecen pertenecer a un
mundo suspendido en el tiempo.

El eje narrativo es Khaled, un niño palestino de doce años que sueña con ver el
mar por primera vez. En su intento por llegar a Tel Aviv junto a su grupo
escolar, se presenta en un puesto de control israelí, donde las autoridades le
niegan la entrada por no contar con un permiso válido. Ese acto burocrático, y
aparentemente menor expone una violencia cotidiana que él apenas puede
comprender. Pero ese deseo tan puro se vuelve motor de su odisea: decide
colarse solo en territorio israelí, emprende un recorrido clandestino, atravesado
por controles militares, desplazamientos furtivos y la tensión constante de un
territorio estrictamente vigilado, a lo que se suma la dificultad de no
comprender el idioma del lugar en el que se adentra. En paralelo, la película
retrata también el vínculo con su padre, un lazo complejo, marcado por la
distancia, el miedo y la presión de vivir bajo ocupación. Ese vínculo —hecho de
silencios, miradas y pequeñas fricciones— funciona como una segunda
columna emocional del relato y le da al viaje de Khaled una profundidad aún
mayor: no es solo un niño intentando cruzar una frontera, sino un hijo tratando
de entender el mundo.



A lo largo del viaje, la película desafía las fronteras narrativas tradicionales: allí
donde se esperaría hostilidad, aparecen gestos de humanidad. Árabes e
israelíes ayudan a Khaled en distintos momentos, no desde una inocencia
política sino desde la empatía básica que persiste incluso en los contextos más
fracturados. Son gestos mínimos, pero conmovedores, que desafían la lógica
del conflicto. Cada contribución funciona como un acto de resistencia a la
deshumanización. Esa decisión narrativa, hoy aún más impactante por su
contraste con la realidad, es uno de los grandes aciertos del film.

En lo visual, The Sea golpea fuerte. La fotografía súper cuidada, trabaja con
tonos fríos y planos limpios que convierten al mar en algo más que un paisaje:
es un símbolo, un horizonte y casi un refugio para Khaled. Las actuaciones son
contenidas, lo que permite que la tensión se sienta sin necesidad de
subrayados. La dirección apuesta por un ritmo pausado, de esos que dejan
respirar cada escena, y acompañar a Khaled con una mezcla íntima de
ansiedad, ternura y angustia. La película combina una mirada artística sólida
con una sensibilidad humana y política poco frecuente en el cine
contemporáneo.

Entre las escenas más potentes, destaca una que se vuelve un símbolo del
film: la detención de Khaled y su padre frente a un café lleno de gente. Los
soldados los frenan y los interrogan con brusquedad, mientras los clientes del
café observan en silencio, sin intervenir. Es un instante devastador. Esa mirada
colectiva —cómplice, indiferente, temerosa, incómoda— refleja la pasividad
social frente al conflicto. Y de forma brillante, la película convierte esa escena
en un espejo: así como la gente del café es testigo de la detención, el
espectador de la película se vuelve testigo de toda la escena, obligado a
confrontar su propio lugar frente a la injusticia. Es un momento cinematográfico
de enorme fuerza moral y emocional, uno de esos que quedan tatuados.

“The Sea” trasciende su propio relato y deja una impresión duradera. Sin
grandilocuencia, revela la complejidad y la fragilidad de un territorio marcado
por la tensión cotidiana. Con una estética precisa, actuaciones mesuradas y
una sensibilidad sutil, que incómoda y conmueve a la vez. No busca
necesariamente dar respuestas: busca que el espectador sienta. Y lo logra con
fuerza, plasmando una historia que no termina cuando aparece el mar, sino
cuando el espectador comprende que lo que está viendo es el retrato de un
mundo que se resquebraja en silencio.

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